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Pensar la felicidad

Un niño no pensaría la felicidad.

La infancia es otra cosa, conoce de otro modo. Si hay experiencias que pueden atrapar la felicidad, ejercerla por momentos, como destellos sentidos en el cuerpo, imágenes inefables que nos ayudan a vivir, quiénes mejor pueden contarlas, son los chicos.

Es posible que la felicidad pueda ser jugada y transformada, masticada como algo delicioso, pronunciada en secreto entre los pares, nombra- da en el abrazo tibio y en la risa.

Es posible que salgamos a buscarla cuando la tenemos agarrada entre las manos y la llamemos aventura, mundo, estrella o paraíso.

Y también es posible que para los adultos, ávidos de sentido, la felicidad sea una pregunta abierta, un horizonte que se corre mientras caminamos, un estado de plenitud en el cuerpo y de júbilo en la especie humana. Quizás se trate de una fiesta, los trabajos de lo imposible para organizar el viaje, sacándole punta al lápiz de la vida hasta dejarlo mocho y sin grafito.

Todos sabemos que los unos hablaron de encontrar la forma de lo mejor que somos, la excelencia de lo humano, como una ráfaga de viento deslumbrante y revelador, y algunos otros propusieron volver a la naturaleza, a la libertad sin mandatos, al origen, a la pura existencia, la pura razón del devenir.

Algunos son felices en el agua, otros descubriendo los saberes más profundos. El amor es consultado noche a noche para hacer de los sentidos una ceremonia y ponerle nombre a esa intimidad extraordinaria.

Los hijos van naciendo, buscando trascendencias, venciendo la idea de morir y entonces son lo nuevo, el acto de nacer, la identidad de ser, la coincidencia con la vida.

Imposible negar que la felicidad es una cita con el mar, con los brazos amados, con la teta y la canción de cuna, con la palabra primera, con la espera, con lo nunca logrado, con la sortija del tiempo y de la infancia.

La felicidad parece no ser la alegría, ni el poder del dinero, parece que no se compra ni se vende, pero igual se siente injusta, desigual…

Para algunos está construida en el viento, para otros es roja e intensa, para unos es para pocos, y los otros dicen que está en lo colectivo, solo allí. Para unos es ser amados, y para otros el privilegio de sentir amor.

Hay quienes se preparan para encontrarla en la otra vida y quienes dan la vida para instalarla en este mundo, cambiando las reglas para todos. Los poetas la derraman en palabras y en los cantos vibra lírica y extraña. Los domingos son sus enemigos y con la soledad poco se lleva. Hay gente que anda asegurando que no vale la pena ni el intento, porque no vinimos al mundo para eso y sufrir es cosa de nosotros y ser felices, asunto de los otros.

Hay gente que sueña con derechos y los ve como pequeños y grandes horizontes para después mirar de frente a la esperanza y reclamarle más porque se van los años.

Hay gente que hace del deber su feliz día, o del trabajo o de la huida, el problema es parar, tocar de oídas y el vacío que acecha en cada esquina. Lo cierto es que si esa palabra amada, buscada como nada, anhelada en el atardecer y en el verano, bailada hasta en la luna y en los sueños, es un estado fugitivo, una chispa de luz, un perfume insistente, una hormiguita sobre un elefante, entonces, son los chicos los que saben.

Llego la hora de entrar en un mundo dentro de otro mundo, desarmar el puzzle, y encontrar milagros, volver a jugar la vida y jugarse en eso. Es el momento de hacer la felicidad como una masa, leudarla y repartirla con los niños.

Vamos a hacer un Congreso y cuando decimos «hacer» es toda una tarea.

Vamos a inventar juntos un Encuentro que produzca momentos tan felices, como para que nos dure muchos años el compromiso de buscarla, la astucia de encontrarla en las pequeñas cosas y la revelación de que es la clave para no quedarnos quietos.

 

Escrito en el marco de El Congreso de los Chicos. Hablemos de la felicidad

Octubre 2013